El precio de la práctica
Cuando sentimos que nuestra vida es desagradable o insatisfactoria, tratamos de escapar de ella mediante varios mecanismos sutiles. En tales intentos procedemos como si en nuestra vida existiera un yo y la vida estuviera fuera de él. En tanto sigamos viendo nuestra vida de esa manera, haremos todo lo posible por encontrar algo o alguien que la maneje por nosotros. Buscamos un amor, un maestro, una religión, un centro… algo, alguien en alguna parte que se ocupe de nuestras dificultades por nosotros. Mientras veamos nuestra vida de esta manera dualista, nos engañaremos y creeremos que no hay que pagar ningún precio por una vida llena de lucidez. Todos compartimos esa ilusión en diferentes grados, y sólo nos produce dolor.
A medida que prosigue nuestra práctica, la ilusión se ve desmentida, y poco a poco empezamos a sentir (¡horror de horrores!) que debemos pagar el precio de la libertad. Nadie puede pagar por nosotros. Cuando me di cuenta de esa verdad, sufrí uno de los impactos más fuertes de mi vida. Finalmente, un día comprendí que sólo yo podía pagar el precio del entendimiento; que nadie, nadie puede hacerlo por mí. Hasta que entendamos esta dura verdad, continuaremos resistiéndonos a la práctica; y aún después de entenderla, nuestra resistencia persistirá, aunque será menor. Es difícil soportar el conocimiento con toda su fuerza.
¿Cuáles son algunas de las formas mediante las que tratamos de evitar pagar el precio? La principal es nuestra constante falta de voluntad para soportar nuestro propio sufrimiento. Creemos que podemos evadirlo o ignorarlo, o pensar en otra cosa, o convencer a alguien más de que lo elimine por nosotros. Creemos que tenemos derecho a no sentir dolor en nuestra vida. Esperamos fervientemente y tratamos de que alguien más – nuestro esposo o esposa, nuestro amante, nuestro hijo – se enfrente al dolor por nosotros. Tal resistencia mina nuestra práctica: “No me sentaré esta mañana; no me siento bien”. “No quiero hacer sesshin; no me gusta lo que sucede”. “No voy a morderme la lengua cuando esté enojada. ¿Por qué he de hacerlo?” Vacilamos en nuestra integridad cuando es doloroso mantenerla. Abandonamos una relación que ya no cumple nuestros sueños. Debajo de todas estas evasiones está la creencia de que los otros deberían servirnos; otros deben limpiar lo que nosotros ensuciamos.
De hacho nadie, pero nadie, puede experimentar nuestra vida por nosotros; nadie puede sentir por nosotros el dolor que la vida trae inevitablemente consigo. El precio que debemos pagar para crecer está siempre frente a nuestras narices; nunca tendremos una verdadera práctica hasta que nos demos cuenta de nuestra falta de voluntad para pagar hasta el menor precio. Lamentablemente, en tanto que nos evadimos, nos encerramos, alejándonos así de la maravilla que es la vida y que somos nosotros. Tratamos de aferrarnos a la gente que pensamos que puede mitigar nuestro dolor. Tratamos de dominarla, de mantenerla a nuestro lado, hasta de engañarla para que se encargue de nuestro sufrimiento. Pero, lástima: no hay almuerzos gratis, no hay ofertas. Una joya de alto precio nunca es una ganga. Debemos ganárnosla mediante la práctica firme e incansable.
Debemos ganárnosla a cada momento, no únicamente en el lado espiritual de nuestra vida. En la manera en que cumplimos nuestras obligaciones con los demás; en la manera en que les servimos; si hacemos el esfuerzo de atención que cada momento de nuestra vida nos exige: todo esto es pagar el precio de la joya.
No me refiero a erigir un nuevo grupo de valores sobre Cómo debería ser yo. Hablo de conquistar la integridad y la totalidad de nuestra vida en cada acto que realizamos, en cada palabra que decimos. Desde un punto de vista común, el precio que debemos pagar es enorme; pero visto con detenimiento, no es, después de todo, un precio, sino un privilegio. Conforme mejora nuestra práctica, comprendemos este privilegio cada vez más.
En este proceso descubrimos que nuestro dolor y el de los demás no son distintos. Aquí no se trata de “Mi práctica es mi práctica y su práctica es su práctica”, porque cuando verdaderamente nos abrimos a nuestra propia vida, nos abrimos a toda la vida. La ilusión de estar segregados disminuye mientras pagamos el precio de la práctica cuidadosa. Vencer esa ilusión es darnos cuenta de que en la práctica no sólo pagamos un alto precio por nosotros mismos, sino también por todos los demás. Pero en tanto que nos aferramos a nuestra segregación – “Mis ideas sobre lo que soy, lo que eres y lo que necesito y quiero de ti” – esa misma segregación significa que aún no estamos pagando el precio de la joya. Pagar el precio significa que debemos dar lo que la vida nos pide (lo cual no debe confundirse con la indulgencia); tal vez tiempo o dinero o bienes materiales. En otras ocasiones, significa más bien no dar tales cosas cuando es mejor no hacerlo. El esfuerzo de la práctica se dirige siempre a saber lo que la vida quiere que demos, no lo que buenamente queremos dar, lo cual no es fácil. Esta difícil práctica es el pago requerido si deseamos descubrir la joya.
No podemos reducir nuestra práctica simplemente al tiempo que pasamos en zazen, aunque este tiempo sea vital. Nuestro entrenamiento – el pago del precio – debe efectuarse las 24 horas del día.
Conforme hacemos ese esfuerzo, vamos valorando cada vez más la joya, que es nuestra vida. Sin embargo, si nuestra vida sigue llena de desasosiego y agitaciones que la convierten en un problema, o si nos la pasamos buscando todo el tiempo cómo escapar de ese problema imaginario, la joya permanecerá oculta.
No obstante, aún si está oculta, la joya está siempre presente, a pesar de lo cual no la vemos nunca sino estamos dispuestos a pagar el precio. El descubrimiento de la joya es lo que le da sentido a nuestra vida. ¿Qué tan dispuestos está ustedes pagar el precio?
LA RETRIBUCIÓN DE LA PRÁCTICA
Siempre estamos tratando de llevar nuestra vida de la infelicidad a la felicidad. Podría decirse también que lo que deseamos es pasar de una vida de esfuerzo a una vida de gozo. Sin embargo, no es lo mismo pasar de la infelicidad a la felicidad que del esfuerzo al gozo. Algunas terapias tienen por objeto trasladarnos de un yo infeliz a un yo feliz, pero la práctica Zen (y quizá también algunas otras disciplinas o terapias) puede ayudarnos a pasar de un yo infeliz a un no yo, que equivaldría al gozo.
Tener un yo significa que nuestro centro somos nosotros mismos. El hecho de estar centrados en nosotros nos opone a las cosas externas y nos provoca angustia y preocupación. Reaccionamos rápidamente cuando nuestro entorno nos es adverso; nos molestamos fácilmente nos sentimos confundidos. Así es como la mayoría experimentamos nuestra vida.
Aun cuando no conocemos lo opuesto al yo (el no yo), tratemos de pensar en lo que sería la vida del no yo. Ser un no yo no significa desaparecer del planeta o no existir. No es estar centrado en sí mismo ni centrado en otro, sino sólo centrado. Una vida de no yo no está centrada en ninguna cosa en particular, sino en todas las cosas, lo que quiere decir que no está apegada a nada. Así, carece de las características propias del yo. No sentimos angustia ni preocupación, no reaccionamos fácilmente, no nos enojamos fácilmente y, sobre todo, nuestra vida no tiende a la confusión. Así que ser un no yo es gozo. No sólo eso; puesto que no se opone a nada, el no yo es benéfico para todo.
Para la gran mayoría de nosotros, sin embargo, la práctica tiene que avanzar de manera ordenada, en una incesante disolución del yo. El primer paso que debemos dar es pasar de la infelicidad a la felicidad. ¿Por qué? Porque es absolutamente imposible que una persona infeliz –una persona perturbada por si misma, por otros, por las situaciones – adopte la vida de un no yo. Así, la primera fase de la práctica debe ser pasar de la infelicidad a la felicidad, de modo que los primeros años de zazen se ocupan sobre todo de este cambio. Una terapia inteligente puede ser útil en este punto para algunas personas. Sin embargo, cada uno es diferente, y no podemos generalizar. Aun así, no podemos (ni deberíamos intentarlo) saltarnos este primer movimiento de la infelicidad relativa a la felicidad relativa.
¿Por qué digo felicidad relativa? Porque a pesar de que podamos sentir que nuestra vida es feliz en un grado muy alto, si sigue basándose en un yo no hemos alcanzado la resolución definitiva. ¿Por qué no podemos acceder a una resolución definitiva en el caso de una vida basada en el yo? Porque tal vida está basada sobre una falsa premisa, la premisa de que somos un yo. Todos sin excepción creemos esto. Y cualquier práctica que persigue el pretendido ajuste del yo es esencialmente insatisfactoria.
Entender nuestra verdadera naturaleza como no yo – un Buda – es fruto del zazen y el camino de la práctica. Lo importante (porque sólo eso es verdaderamente satisfactorio) es seguir este camino. Al tiempo que batallamos con la pregunta sobre nuestra verdadera naturaleza – yo o no yo – toda la base de nuestra vida debe cambiar. Para librar adecuadamente esta batalla, todos los sentimientos, todo el propósito, toda la orientación de la vida debe transformarse. ¿Cuáles son los pasos de tal práctica?
El primero es, como ya dije, pasar de la infelicidad relativa a la felicidad relativa. En el mejor de los casos, este es un triunfo menor, porque puede revertirse fácilmente. Sin embargo, debemos disponer de cierto grado de felicidad y estabilidad relativas para poder dedicarnos a la práctica seria. Podríamos intentar entonces la siguiente etapa una filtración inteligente y persistente de las varias características de la mente y el cuerpo por medio del zazen. Empezaríamos a ver nuestros patrones – deseos, necesidades, lo que mueve nuestro ego – y a darnos cuenta de que a tales patrones, deseos y adicciones es a lo que llamamos yo. Conforme continúa nuestra práctica y empezamos a comprender la vacuidad e inestabilidad de estos patrones, encontramos que podemos abandonarlos. Ni siquiera tenemos que proponérnoslo; simplemente se irán marchitando poco a poco, pues cuando la luz de la conciencia se posa sobre algo, disminuye lo falso y aumenta lo verdadero. Nada hace brillar más esa luz que el zazen inteligente practicado a diario en sesshin. Con el marchitamiento de algunos de estos patrones, el no yo, que está siempre presente, puede empezar a mostrarse junto con incremento paralelo de paz y gozo.
Este proceso, de fácil exposición, a veces es atemorizante, descorazonador; todo lo que por tantos años habíamos pensado que era nuestro se ve atacado. Podemos sentir un miedo tremendo cuando esto ocurre. Puede parecernos encantador mientras hablamos de ello, pero hacerlo en la realidad puede ser horrendo.
A pesar de todo, quienes seamos pacientes y resueltos en nuestra práctica atestiguaremos el aumento del gozo, de la paz y de la capacidad de vivir una vida compasiva y benéfica. La vida, que antes podía verse lastimada por los caprichos de las circunstancias externas, cambia sutilmente. Esta lenta transformación no da como resultado, sin embargo,, una vida sin problemas. Estos seguirán ahí. Por un tiempo nuestra vida nos parecerá quizá peor que antes, ya que lo que habíamos ocultado se vuelve claro. Pero aún si esto ocurre, gozaremos de un sentimiento de creciente comprensión y cordura, de satisfacción básica.
Para continuar la práctica en medio de agudas dificultades, debemos tener paciencia, persistencia y valor. ¿Por qué? Porque nuestro habitual modo de vivir – buscar la felicidad, batallar para cumplir nuestros deseos, esforzarnos para evitar el dolor físico y mental – siempre se ve minado por la práctica decidida. Aprendemos en nuestras entrañas, no solamente en nuestro cerebro, que una vida de gozo no está en buscar la felicidad, sino en experimentar y simplemente estar en las circunstancias de nuestra vida tal y como son; no en satisfacer deseos personales, sino en satisfacer las necesidades de la vida; no en evitar el dolor, sino en ser ese dolor cuando sea necesario. ¿Es demasiado? ¿Es muy difícil? Por el contrario, es el camino fácil.
Ya que sólo podemos vivir nuestra vida mediante nuestra mente y nuestro cuerpo, no hay nadie que no sea un ser psicológico. Tenemos ideas y esperanzas, podemos ser heridos y molestarnos. Pero la solución real debe venir de una dimensión radicalmente diferente de la Psicológica. La práctica del desapego, el crecimiento del no yo, es la clave para la comprensión. Finalmente nos daremos cuenta de que no hay camino, no hay modo, no hay solución, porque desde el principio nuestra naturaleza ha sido el camino, justo aquí y justo ahora. Puesto que no hay camino, nuestra práctica consiste en seguir este no camino, interminablemente y sin retribución alguna. Ya que el no yo lo es todo, no necesita retribución; desde el no principio ha sido en sí mismo la plenitud total.